MI VECINA DE ABAJO
Mi vecina de abajo, la atractiva, la loca, la enigmática, la peligrosa, la sugerente, la indescifrable, la escandalosa, la presunta degustadora de sustancias que alteran los sentidos de la percepción. La recientemente casada con un extranjero procaz y engreído. Mi vecina de abajo, la que todos detestan en el edificio y a la vez todos saludan con gesto trabajado pero creíble. Mi vecina, la que es capaz de armar un conflicto en plena madrugada y salir corriendo en camisón, dejando ver partes de su cuerpo que usualmente no dejaría. Mi vecina, que debe tener unos cuarenta años, pero con un espíritu de treinta. Se levanta temprano, arreglada, limpia, impecable, saluda al guardián del edificio, se despide de su madre y de su hijo, y no vuelve sino hasta la noche.
Mi vecina, tema obligado de conversación entre los vecinos celadores de las buenas costumbres, amantes de la navidad y del saludo cordial. Se reúnen cada cierto tiempo para tocar temas como el del bienestar del edificio, mantener las buenas costumbres, acordar lo que se debe y no se debe hacer. Mis vecinos, personas agradables, presumiblemente católicos, apostólicos y romanos. Todo un lujo de convivencia.
A ellos parece no agradarles mi vecina, que no hace mucho por ganarse el afecto de sus verdugos. Antes solían reunirse todos, bueno no siempre todos, los del último piso, la familia de un oficial de la policía que se esfuerza por asesinar el silencio de la noche a punta de cumbias y merengues, ellos nunca asisten pero ahora mi vecina de abajo se ha sumado a la lista de ausentes. Es una pena, es la única que en realidad me despertaba cierto placer, cierto bienestar en el caos. Y no es que los demás me parezcan desagradables, ni que sus hipocresías o egos inflados me parezcan risibles y tristes, porque en eso, por lo menos en la hipocresía, mi vecina es igual. Es decir las apariencias, el contrato social, lo banal. Aquello es entendible y ya no me sorprende ni me hiere, pero mi vecina tiene cierta oscuridad en su tacto, cierta sonrisa hipócritamente bien puesta en el momento exacto, cierta ingenuidad que nadie se la cree y todo eso me parece genial.
Porque ella está marcada, ha sido estigmatizada y, valgan verdades, ya no sé si sea con todo el derecho. Entiendo a mis vecinos, no toleran los escándalos nocturnos que arma cuando sale gritando y llamando al serenazgo porque cree que “alguien” o “algo” se ha metido a su casa. Ni cuando han decidido los vecinos, en su gran mayoría, pintar de un nuevo color el edificio para estas fechas navideñas y ella, mi vecina, a última hora decide que no, que no quiere, que no le gusta, que no y no. Y mucho menos la quieren y mucho más la odian, y en eso me incluyo yo, cuando su esposo, o acompañante, un venezolano con talento en matonería, se aparece en la madrugada frente al edificio, gritando como loco, despertando a los vecinos ya no sólo del edificio sino de la cuadra entera. Lo detestamos cuando conduce como loco, quién sabe bajo qué influjos, y empieza a ladrar su nombre. Es decir, lo que más odiamos de ella no es ella sino a su idiota marido.
En realidad entiendo a mis vecinos, la señora hace méritos. Pero aun así, con todos sus pecados mortales, yo la aprecio en la medida en que prefiero mucho más una tormenta nocturna y coqueta que una mañana llena de señores decentes. Eso sí, que me cambie de marido en el acto.